Huye la luz vespertina de atroces nubes negras y no sé por qué recuerdo la sonrisa de mi padre, pícara y mesurada, cuando vestía disfraces y pechaba ser mortal. La imaginación suple mal la tibieza del gesto que la memoria enfría. Es como la luz que huye cada día cada tarde.
Encuentro versos de otro decenio y hoy bendigo su extrañeza: No quiero más esta turba cenicienta, ni alacenas desvencijadas en fin de semana. No quiero más grutas frías entre el dormitorio y los restos del desayuno. No quiero agruras, ni zarpas, ni el eco de un idilio pasajero. La despótica neurosis ansiaba nuestras primeras matinales para caldear su celda y calcinar los cerrojos que estancan mis rencores. Siempre ha sido más fuerte tu júbilo en mis huesos. Me diste la pubertad de tu risa y nuestra memoria de las cosas pudo al fin seguir creciendo.